jueves, 3 de marzo de 2022

Tu Marcellus eris (Eneida VI, 883)

 

Virgilio leía sus propios versos encendido de un fuego que combatía en su rostro y en su corazón contra la vergüenza natural y el sentimiento de humildad que lo embargaba cada vez que estaba en presencia del emperador. Augusto quería que le recitase lo que iba componiendo. Los borradores de aquella obra que duraría más que los mármoles y los bronces. La Eneida. Virgilio trabajaba en ella con un esfuerzo que lo iba agotando. La altura que pretendía escalar le parecía cada vez más abrupta y, quizás, imposible. Sin embargo, los que lo escuchaban, afirmaban que aquellos versos no eran humanos, que un dios hablaba desde el corazón del poeta. Aquellos versos estaban llenos de valentía y de brillo, de oscuridad y de pena, de amor y de esperanzas. El que escuchaba esos versos descubría, quizás por primera vez en la vida, lo que era ser un romano. Lo que era tener un alma latina. Lo hacía sentirse a uno orgulloso y comprometido con la obra que el destino había dispuesto: restaurar la edad de oro, alcanzar una paz duradera.

 

Esa noche acompañaban al emperador su hermana Octavia y su esposa Livia. Octavia había sacrificado mucho en su vida por la paz de Roma. Pero su mayor pérdida era la de su hijo Marcelo, que a los diecinueve años había partido hacia los Campos Elíseos, con las almas de sus antepasados. Algunos historiadores insinuarán después que fue Livia quien se encargó de envenenarlo para promover a su hijo Tiberio como favorito del emperador. Porque Marcelo había ido creciendo como una promesa que llenaba de ilusiones a todos. Nobles y plebeyos. Hasta que llegó la muerte. Y se cortó el hilo de las parcas.

 

Virgilio había elaborado un raro tapiz de sílabas, metros y cadencias. Como en un espejo profético su poema significaba muchas cosas y ninguna más que él mismo. Hablaba del pasado de Roma, pero allí mismo estaba hablando de su futuro. De los deseos de Augusto, pero también del campesino romano, y del legionario. Eneas, el piadoso protagonista de la obra, desciende a la morada de los muertos y escucha de su propio padre la profecía del futuro de su raza y de su pueblo. Puede ver las almas que están esperando nacer. Y hay allí un espíritu joven, lleno de virtudes, del que se dice que encarnará gloriosas promesas para Roma y el mundo. Se habla de él con esperanza, y con una nota de tristeza. Virgilio lee sus propios versos como si no los hubiese escrito él, sino una de las antiguas sibilas. Todos están pendientes de la cadencia armoniosa y brillante de su voz. Como si fuese una orquesta entera y no un hombrecito flaco armado sólo de un pergamino y palabras.

 

Entonces ocurrió: el poeta pronunció el nombre de aquella alma que concitaba tantas ilusiones: “Heu, miserande puer! Si que fata aspera rumpas, / tu Marcellus eris” (¡Ay, triste niño! Si rompes el cerco de los negros hados / tú serás Marcelo). Y Octavia, la madre, sintió que perdía la vida. Se le cortó el aliento y por unos segundos se le paralizó el corazón. El emperador detuvo la lectura. Virgilio por un momento no comprendió lo que pasaba. La mirada de Livia era inexpresiva, pero quizás estuviese un poco asustada. Por un instante la poesía había hecho su magia. Había resucitado al muchacho tan amado y temido. Había hablado de él no en tiempo pasado, sino en tiempo futuro. Lo había colocado de nuevo en la región de la esperanza.

 

Eso es lo que hará siempre grande la poesía de Virgilio. Hace nacer las esperanzas allí donde todo parece muerto. Y hace de derrotados fugitivos, como Eneas y sus compañeros, constructores de nuevas ciudades. Ya no somos romanos, pero una voz sigue hablándonos en esos versos. Haciendo su milagro. Aquella noche el poeta regresó silencioso a su casa, caminando lentamente bajo el rocío. Estaba en paz. Seguiría poniéndose nervioso delante de Augusto, pero estaba en paz. Había comprendido que, aún con todo el esfuerzo invertido, era simplemente un escriba de Otro.

 

A.L.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario