domingo, 30 de noviembre de 2014

Veni veni Emmanuel



Ven ven Emanuel,
libra al cautivo Israel
que gime en el exilio
prviado de Dios Hijo.
R: Alégrate! Alégrate! Emanuel
nacerá para ti Israel!
Ven, oh Sabiduría,
que aquí lo ordenas todo,
ven por el camino de la prudencia
a guiarnos a la gloria. R.
Ven, ven, Adonai,
que al pueblo en el Sinai
le diste la Ley de lo alto
en la majestad de la gloria. R.
Ven, oh vara de Jesé,
y del poder de tus enemigos
a los que te esperan en el abismo
líbralos del antro infernal. R.
Ven, llave de Davidm
abre los reinos celestiales,
devuélvenos seguros a lo alto
y cierra los caminos infernales. R.
Ven, ven oh Oriente,
Sol que a nosotros vienes,
disipa las nubes nocturnas,
y las sombras de la muerte. R.
Ven, ven Rey de los Pueblos,
ven, Redentor de todos,
a salvar a tus siervos
que reconocen su pecado. R.


El canto original en latín: 

VENI veni, Emmanuel
captivum solve Israel,
qui gemit in exsilio,
privatus Dei Filio.
R: Gaude! Gaude! Emmanuel,
nascetur pro te Israel!

Veni, O Sapientia,
quae hic disponis omnia,
veni, viam prudentiae
ut doceas et gloriae. R.

Veni, veni, Adonai,
qui populo in Sinai
legem dedisti vertice
in maiestate gloriae. R.

Veni, O Iesse virgula,
ex hostis tuos ungula,
de spectu tuos tartari
educ et antro barathri. R.

Veni, Clavis Davidica,
regna reclude caelica,
fac iter tutum superum,
et claude vias inferum. R.

Veni, veni O Oriens,
solare nos adveniens,
noctis depelle nebulas,
dirasque mortis tenebras. R.

Veni, veni, Rex Gentium,
veni, Redemptor omnium,
ut salvas tuos famulos
peccati sibi conscios. R.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

El desquite de la mujer



(Escrito del pbro. Leonardo Castellani, realizado para el Congreso Mariano de 1946 -Argentina-).


La mujer se levantó sin ruido y se inclinó sobre el nidal de sus hijos, de donde había surgido un gemido. Los cuatro dormían sobre un montón de grama y en medio de animales. La mujer se arrodilló al lado y apoyó sobre una roca su cabeza. No podía dormir.

En el borde superior de la caverna, se veía una estrella extraordinariamente grande. Los pinos de los farallones susurraban suavemente, como el ruido de un río lejano.

La noche era templada y clara. La mujer comenzó a llorar hilo a hilo sin ningún sollozo, por nada, por un no sé qué, por la general inquietud y angustia indeterminada que sienten las mujeres acerca de sus hijos y forma parte del instinto materno.

Ahí estaba el mayor, llamado Poseí-un-hombre-por-Dios: encogido, los puños cerrados, la cabeza replegada sobre el pecho, ensortijado y moreno, su inquietante tesoro.

El segundo, llamado Esto-es-mi-nuevo-paraíso, estirado, rígido en su posición habitual, la boca levemente abierta, cara al techo; los brazos derechos y envarados, inmóvil. La madre, que ya sabía lo que era la muerte, se sobrecogió al verlo y lo tocó levemente; el niño se movió y gimió.

Las mellizas dormían al lado, descuajaringadas en posiciones inverosímiles, los graciosos y rechonchos miembros como desparramados, las cabecitas amorosas juntas, a la vez iguales y diferentes, La mujer sintió invadirla de nuevo la tierna y absoluta maravilla ante esa cosa nueva y milagrosa, el niño. Tú-también-serás-madre y Mujer-y-hermana dormían profundamente al lado de los varones.

Miró más allá y vio a su hombre, Tierra-Roja, medio envuelto en el pedazo de piel fulva manchada de sangre, tal como había llegado rendido por la caza; y por primera vez en su vida le pareció ver una especie de bestia, un animal de presa; sofocó inmediatamente un primer movimiento levísimo de repugnancia. Recordó el golpe con que el padre al llegar había arrojado por tierra al caprichoso hijo mayor, el golpe que a ella le pareció tremendo. El golpe fue moderado y merecido, porque le estaba pegando al otro; pero ella lo recibió en pleno corazón, y ahí no fue moderado.

Sin dejar de llorar pronunció de nuevo sus nombres, las palabras inventadas por ella, los cuatro disílabos extraños que en el primer idioma tienen preñez y fuerza de frase: Kain’m, Abheil, Ajdah, Leizrha. Eso, que estaba ahí amontonado era lo único absolutamente que le quedaba en el mundo, esos cuatro seres vivos que rompiéndola por el centro le habían enseñado el Miedo y el Dolor, la cara interior de la Muerte.

De golpe la primera mujer fue visitada por la majestad de la tristeza, una tristeza más inmensa que el día de la condena, una tristeza de sudar sangre, mezcla de todas las pasiones: una cólera sorda contra Dios, que iba a hacer sufrir y morir a sus hijitos por una culpa de ella; una angustiosa ansiedad de todo lo que irían a pasar en esta vida, un horror en la médula de los huesos, como un cuchillo en un nervio, de que ellos podían también pecar y perderse.

Eva sintió que su corazón desfallecía. Conoció que su deseo rencoroso de vengarse de Dios, de que Él también sufriera y muriera, que fuera un niño impotente sujeto a una mujer, era culpable.
Invocó a Dios contra su corazón malvado, contra esas impulsiones malas que nacían ahora en él y eran en su cabeza como una corona de espinas.

Se sintió pesada, fatigadísima sobre la tierra, impotente a todo. Miró a sus hijos, y miró a los hijos de sus hijos, y más allá a innumerables hijos nacideros de los hijos de sus hijos, y de todos se sintió ser la madre. Sintió el dolor de todas las madres: que toda mujer que había de concebir y dar a luz era ella misma, que por eso se llamaba ahora Euah, sucio Manantial-Viviente, la primera y la última de todas las madres.

Y de su inmenso arrepentimiento nació un amor colosal hacia todos sus hijos, una especie de viento arrollador y solemne que iba a buscarlos hasta el fin de los siglos y trataba desesperadamente de acariciarlos, de cubrirlos y de protegerlos. Pero sintió que no podía nada; y el viento arrollador la empujó hacia atrás, la arrojó sin que ella pudiera impedirlo a los días pasados, a los tiempos sin horas de la amistad con Dios, al Paraíso.

Por primera vez después de siglos, pensó en el Paraíso. Nunca pensaba en el Paraíso, cuya imagen indeleble había de emponzoñar de nostalgia eternamente la sangre de sus hijos: el recuerdo de su pérdida le producía náuseas de muerte. Pero ahora se vio de golpe sobre el césped blando, debajo de los terebintos, a la orilla de los ríos grandes como el mar, gozando del dominio danzante de su cuerpo intacto, libando la miel primera de todas las cosas, tomando posesión deslumbrada de la natura nueva y sumisa, los pies desnudos sobre el terrible terciopelo dorado de los enormes felinos dominados por la luz de los ojos del ser inteligente, sentada como en un trono sobre las rodillas de su hombre.

Recordó sus largos coloquios con Adán inocente, sus juegos de doncella arisca, de hermanita salvaje, el diálogo primigenio y eterno en el cual se inventaron todas las lenguas, a partir de los primeros gestos totales, cuando comprendieron el valor inteligente de los sonidos y empezaron a jugar con ellos como dos niños gozosos.

Pero su recuerdo más lancinante era el de sus coloquios con Dios: el éxtasis del atardecer, la oceánica invasión del dueño invisible, la pérdida del yo y la fusión perfecta con la causa infinita de todo, esa pasividad vibrante surcada como por relámpagos de deliciosas palabras en silencio, que venía cuando quería y se iba cuando quería, como la brisa de la tarde, dejándola después por un rato con la sensación de que nada existía y que la creación era una sombra vana.

Justamente por allí empezó la tentación, por querer tener la disposición del éxtasis, “seréis como dioses”. Eva se estremeció de horror y desdicha. Había codiciado lo que es estrictamente divino, quiso ser dueña del embeleso total, tenerlo cuando quisiera y sobre todo darlo, sí, ser capaz de comunicar cuando quisiera el éxtasis boca a boca a otra criatura que por lo tanto tuviera que adorarla; como la adorara allí mismo embriagadoramente aquella nueva criatura fulgurante que ostentaba vagamente las vivísimas formas del ofidio.

Eva se postró en el suelo, en un total reconocimiento de su error, en una conciencia traspasadora de su infatuación y su ignorancia. Ya era tarde. Pero ella sabía que la justa e irrevocable sentencia estaba unida a una misteriosa misericordia, cuyo signo eran esos mismos hijos que se le dieran en lugar del Paraíso, uno de los cuales aplastaría un día a la poderosísima serpiente.

Miró de nuevo su doloroso paraíso. De la boca de Abel surgió de nuevo el gemido, sordo, articulado en las sílabas ma-ma, el fonema misterioso que la penetraba, la palabra que ella nunca había dicho a nadie. Un inmenso anhelo de decirlo a alguien surgió de su soledad infinita.

Sintió el deseo absurdo de decírselo al Dios lejano y perdido, pero decírselo en medio del éxtasis antiguo en que su boca lo tocaba; decirlo y que Él lo tragara; el deseo de ser hija chiquita de alguien, de esconder como Abel en un regazo su pequeñez y su desolación infinita, de resignar por un momento la carga insoportable de ser madre de todos los vivientes, responsable única de toda la vida.
Todos aquellos que habían de ser sus hijos, serían hijos bastardos de Dios al mismo tiempo, hijos de mala madre, inficionados de más en más por la tara de su cuerpo maculado.

Tuvo un deseo inmenso de ser madre otra vez, pero madre de un ser absolutamente puro, más intacto que ella en su perdida virginidad paradisíaca; el deseo disparatado de ser madre de Dios mismo, o por obra de Dios.

Y sintió con horror que ese deseo imposible y casi sacrílego era más fuerte que ella, y que la arrastraba vertiginosamente hacia la pasividad de otrora, hacia el estado antiguo, en que se bañaba, en el seno de la Deidad, como en un mar aniquilante de delicias.

Sintió que su cuerpo se levantaba en el aire; o por mejor decir, no sintió mas su cuerpo, como si estuviese por encima del mundo entero y al lado de aquella solitaria estrella, el lucero de la tarde, Venus. ¡Tembló!

Entonces, en su exceso quiso, temblando, decir a Dios las dos sílabas ma-ma.

Gimió su alma, mareada como quien se siente trastabillar en un abismo.

Pero, en vez de decirle a Dios las no acostumbradas sílabas, con un gran temblor de su cuerpo y sin saber lo que decía, ¡lo llamó Hijo!


Referencias
Tomado de la obra de Leonardo Castellani, Cristo ¿vuelve o no vuelve? , Buenos Aires, publ. Ediciones Vórtice, 2004, pp. 168-171.