sábado, 14 de enero de 2017

Varda como figura mariana



«...Nuestra Señora, sobre la cual se funda toda mi escasa percepción de la belleza tanto en majestad como en simplicidad.» Tolkien: Epistolario, carta a Robert Murray s.j. (1956), nº 142

Si hay que creerle a Tolkien hay que decir que María está en todo lo que ha escrito. Todo lo que refleja la belleza (splendor veritatis) ya sea pequeño como la simbelmynë o majestuoso como la valië Varda. Precisamente en ella me detendría para comprobar cuántos elementos marianos conforman su figura. Leemos en El Silmarillion:


«Varda, la Dama de las Estrellas, que conoce todas las regiones de Eä. Demasiado grande es la belleza de Varda para que se la declare en palabras de los Hombres o de los Elfos; pues la luz de Ilúvatar vive aún en su rostro. En la luz está el poder y la alegría de Varda… a Melkor lo conoció antes de la ejecución de la Música y lo rechazó, y él la odió y la temió más que a todas las creaturas de Eru… Varda oye más claramente que todos los otros oídos el sonido de las voces que claman de este a oeste, desde las colinas y los valles, y desde los sitios oscuros que Melkor ha hecho en la Tierra. De todos los Grandes que moran en este mundo a Varda es a quien más reverencian y aman los Elfos. La llaman Elbereth, e invocan su nombre desde las sombras de la Tierra Media y la ensalzan en cantos cuando las estrellas aparecen.» Valaquenta.


Varda expresa el mysterium lunae (misterio de la luna) como decían los padres de la Iglesia. Pues su gloria está en “reflejar” la luz que proviene de Ilúvatar. María como prototipo de la Iglesia también es asociada a la Luna y al reflejo de la luz (“espejo de justicia”, dicen las letanías).

Varda es la sembradora de estrellas. María es representada a menudo con un manto de estrellas, casi como una referencia al gran regazo materno en que la noche acuna a todas las creaturas. 

Su belleza es demasiado grande, dice Tolkien de Varda, para las palabras élficas o humanas. De María nunquam satis (de María nunca se dice lo suficiente) decían los santos. 

Hay definitivamente una enemistad ancestral entre Varda y Melkor, y éste la teme y odia más que nada en el universo. No cabe otra mejor descripción de la relación entre María y Satanás, pues al decir de los teólogos ella, la más humilde de las creaturas es odiada y temida por el más soberbio de los ángeles.

Finalmente, a Varda acuden como intercesora las creaturas de la Tierra Media cuando se sienten más desamparados... Es precisamente lo que hace Sam en la tierra yerma de Mordor: la invoca como fuente viva de esperanza (cf. Paradiso XXXIII, 12) en este valle de lágrimas (valle de sombra de muerte), la llama como la que mira desde el cielo, es decir, la protectora, y como la siempre-banca (título misterioso que se hace eco del de inmaculada):

«A Elbereth Gilthoniel
o menel palan-díriel,
le nallon sí di’nguruthos!
A tiro nin, Fanuilos!» El Señor de los Anillos, IV,10.

Que el mismo Tolkien traduce así, con evidente referencia a la oración de la "Salve":

 «¡Oh Elbereth, la que encendías las estrellas,
que ves desde el cielo a los lejos,
ante tí clamo ahora desde la sombra de la muerte!
¡Oh, mírame, Siempre-blanca!»  Tolkien: Epistolario, Carta a Rhona Beare, nº 211

Me recuerda esta oración lo que Tolkien le decía a su hijo Christopher en la carta 54 de su Epistolario (enero 1944), que memorizara algunas oraciones como el Magnificat, las letanías lauretanas y el Sub tuum praesidium, y finalizaba diciendo «si las guardas en tu corazón nunca te faltarán palabras de alegría». Siempre me fascinó esa definición de la plegaria: “words of joy”.

Finalmente, Varda consuela a Sam infundiendo luz y esperanza en su corazón, gracias a la cual puede ayudar a Frodo a completar su misión:

«Sam vio de pronto una estrella blanca que titilaba. Tanta belleza, contemplada desde aquella tierra  desolada e inhóspita, le llegó al corazón, y la esperanza renació en él. Porque frío y nítido como una saeta lo traspasó el pensamiento de que la Sombra era al fin y al cabo una cosa pequeña y transitoria, y que había algo que ella nunca alcanzaría: la luz, y una belleza muy alta.» El Señor de los Anillos, VI,2.

Notemos en esta última expresión la alusión a esa “belleza... en majestad” de la que hablaba Tolkien en su carta a su amigo jesuita Rober Murray.