Cementerio de Oscott |
«...la muerte,
paradójicamente, conserva lo que la vida no puede retener. Cómo vivieron
nuestros difuntos, qué amaron, temieron y esperaron, qué rechazaron, lo
descubrimos de modo singular precisamente en las tumbas, que han quedado casi
como un espejo de su existencia, de su mundo: estas nos interpelan y nos
inducen a reanudar un diálogo que la muerte puso en crisis. Así, los lugares de
la sepultura constituyen una especie de asamblea en la que los vivos encuentran
a sus propios difuntos y con ellos consolidan los vínculos de una comunión que
la muerte no ha podido interrumpir.
Ante la muerte el ser humano de toda época busca una rendija de luz que permita
esperar, que hable aún de vida, y también la visita a las tumbas expresa este
deseo. ¿Pero cómo respondemos los cristianos a la cuestión de la muerte? Respondemos
con la fe en Dios, con una mirada de sólida esperanza que se funda en la muerte
y resurrección de Jesucristo. Entonces la muerte se abre a la vida, a la vida
eterna, que no es un infinito duplicado del tiempo presente, sino algo
completamente nuevo. La fe nos dice que la verdadera inmortalidad a la que
aspiramos no es una idea, un concepto, sino una relación de comunión plena con
el Dios vivo: es estar en sus manos, en su amor, y transformarnos en Él en una
sola cosa con todos los hermanos y hermanas que Él ha creado y redimido, con
toda la creación. Nuestra esperanza entonces descansa en el amor de Dios que
resplandece en la Cruz de Cristo y que hace que resuenen en el corazón las
palabras de Jesús al buen ladrón: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,
43). Esta es la vida que alcanza su plenitud: la vida en Dios; una vida que
ahora sólo podemos entrever como se vislumbra el cielo sereno a través de la
bruma.»
Benedicto XVI (3 de Noviembre de 2012)
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