En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Hoy, día 25 de diciembre de 1792, yo, Luis XVI, Rey de Francia, estando
ya más de cuatro meses prisionero con mi familia por aquéllos que fueron
mis súbditos en la Torre del Temple en París, y privado de toda
comunicación, aun con mi familia y hasta el más pequeño instante; más
aun, procesado por un proceso cuyo fin me es imposible prever debido a
las pasiones de los hombres y para el cual no se puede encontrar ni
pretexto ni fuerza en ninguna ley existente y no teniendo más testigo de
mis pensamientos que Dios a quien me puedo dirigir, declaro aquí, en Su
presencia, mis últimas voluntades y sentimientos.
Entrego
mi alma a Dios, mi creador; le ruego la reciba en Su Misericordia y no
la juzgue por sus méritos sino por los de Nuestro Señor Jesucristo que
se ofreció a Sí Mismo en sacrificio a Dios, Su Padre, por nosotros los
hombres sin importar cuan indignos seamos, yo el primero.
Muero
en comunión con Nuestra Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y
Romana, que tiene la autoridad, por sucesión ininterrumpida desde San
Pedro, a quien Jesucristo se la confió. Creo firmemente y confieso en
todo lo que está contenido en el Credo y en los mandamientos de Dios y
de la Iglesia, en los sacramentos y en los misterios tal como la Iglesia
Católica los enseña y siempre ha enseñado. No he pretendido jamás
hacerme juez en lo que respecta a las diferentes maneras de exponer el
dogma que desgarran a la Iglesia de Jesucristo, pero estoy de acuerdo y
siempre estaré de acuerdo, si Dios me concede vida, con las decisiones
que los superiores eclesiásticos de la Santa Iglesia Católica den y
darán siempre en conformidad con las disciplinas que la Iglesia ha
seguido desde Jesucristo.
Compadezco con todo mi corazón a
nuestros hermanos que puedan estar en el error pero no pretendo
juzgarlos y no los amo menos en Jesucristo, como nuestra caridad
cristiana nos lo enseña. Ruego a Dios perdone todos mis pecados; he
tratado de reconocerlos escrupulosamente, de odiarlos y de humillarme en
su presencia. No pudiendo servirme del ministerio de un sacerdote
católico, ruego a Dios que reciba la confesión que le hago y, sobre
todo, el arrepentimiento profundo de haber puesto a mi nombre (a pesar
de que fuera en contra de mi voluntad) actos que puedan ser contrarios a
la disciplina y a la creencia de la Iglesia Católica, a la que siempre
he estado unido sinceramente en mi corazón. Ruego a Dios que reciba,
desde donde estoy y si me da vida, la firme resolución que hago de
servirme, tan pronto como me sea posible, del Ministerio de un sacerdote
católico para acusarme de todos mis pecados y recibir el sacramento de
la penitencia.
Suplico a todos aquéllos a los que pudiera
haber ofendido por inadvertencia (pues no recuerdo haber ofendido
conscientemente a nadie) o a aquéllos a los que yo haya podido dar mal
ejemplo o motivo de escándalo, que perdonen el mal que crean pude
haberles causado.
Imploro a todos que tengan la caridad de unir sus oraciones a las mías para obtener el perdón de Dios por mis pecados.
Perdono
con todo mi corazón a los que se convirtieron en mis enemigos, sin
haberles dado yo causa, y ruego a Dios que les perdone, así como a
aquéllos que, por un celo malentendido, me han hecho tanto mal.
Pongo
en manos de Dios a mi esposa, a mis hijos, a mi hermana, a mis tías, a
mis hermanos y a todos aquéllos que están ligados a mí por los lazos de
la sangre o por cualquiera otra manera. Ruego a Dios, particularmente,
que mire con ojos compasivos a mi esposa, a mis hijos y a mi hermana,
que tanto han sufrido conmigo durante tanto tiempo, y, si me perdieran,
les dé el apoyo de su gracia en tanto permanezcan en este mundo
perecedero.
Encomiendo mis hijos a mi esposa. Nunca he
dudado de su ternura maternal por ellos. Le encomiendo, sobre todo, que
haga de ellos buenos cristianos y hombres honestos; que les haga ver que
las grandezas de este mundo (si es que están condenados a
experimentarlas) son bienes muy peligrosos y transitorios, y les haga
volver sus ojos hacia la única gloria sólida y duradera que es la
eternidad. Suplico a mi hermana que mantenga su amable ternura hacia mis
hijos y que ocupe el lugar de su madre si tuvieran ellos la desgracia
de perderla.
Suplico a mi esposa me perdone todos los
males que haya sufrido por mi causa y los dolores que pude haberle
causado en el curso de nuestra unión. Puede estar segura de que nada
tengo nada en contra de ella, aun aunque ella tuviese algo de qué
reprocharse a sí misma.
Encarezco a mis hijos que, después
de lo que deben a Dios, quien debe estar antes que todo, permanezcan
siempre unidos entre sí, sumisos y obedientes a su madre y agradecidos
por todos los cuidados y penas que ella ha tenido para con ellos, así
como en recuerdo mío. Les pido que consideren a mi hermana como a su
segunda madre.
Exhorto a mi hijo, si es que tuviese la
desgracia de convertirse en rey, a que recuerde que se debe por entero a
la felicidad de sus conciudadanos; que debe olvidar todo odio y todo
resentimiento, particularmente los que tengan que ver con las desgracias
y penas que estoy sufriendo; que no puede hacer la felicidad del pueblo
sino gobernando únicamente de acuerdo a las leyes, pero que, al mismo
tiempo, recuerde que un rey no las puede hacer respetar y hacer el bien
que está en su corazón a menos que tenga la autoridad necesaria y que,
de lo contrario, estando empeñado en sus actividades y no inspirando
respeto, es más dañino que útil.
Exhorto a mi hijo para
que cuide de todas las personas que están ligadas a mí tanto como las
circunstancias lo permitan; que recuerde que es una deuda sagrada la que
he contraído hacia los hijos y parientes de aquéllos que han muerto por
mí, así como hacia los que se hallan en desgracia por mí. Sé que hay
muchas personas, entre aquéllos que estuvieron cerca de mí, que no se
condujeron conmigo como deberían haberlo hecho y que hasta han mostrado
ingratitud, pero les perdono (a menudo, en momentos de preocupación y
agitación, uno no es dueño de uno mismo) y pido a mi hijo que, si
encuentra la ocasión, debe pensar sólo en sus infortunios.
Hubiera
querido mostrar aquí mi gratitud a aquéllos que me han demostrado un
compromiso real y desinteresado; si, por un lado, fui profundamente
lastimado por la ingratitud y deslealtad de aquéllos a los que siempre
mostré bondad, así como a sus parientes y amigos, por otro lado he
tenido el consuelo de ver el afecto y el interés gratuito que muchas
personas me han demostrado. Les pido que reciban mi todo agradecimiento.
En la situación en la que las cosas se encuentran, temo comprometerles
si hablo más explícitamente, pero ordeno de manera especial a mi hijo
que busque la ocasión para poder reconocérselo.
Creería,
sin embargo, calumniar a los sentimientos de la nación si no encomendara
abiertamente a mi hijo a los señores De Chamilly y Hue, cuyo verdadero
apego hacia mí les llevó voluntariamente a hacerse prisioneros conmigo
en esta triste morada. También le encomiendo a Cléry, para con cuyas
atenciones no tengo más que alabanzas desde que está conmigo. Ya que es
él quien me ha acompañado hasta el final, suplico a los caballeros de la
comuna le entreguen mis ropas, mis libros, mi reloj, mi bolsa y los
demás pequeños efectos que han sido depositados ante el consejo de la
comuna.
Perdono de nuevo de todo corazón a aquéllos que me
vigilan el mal trato y las vejaciones que han creído necesario
imponerme. He encontrado unas pocas almas sensibles y compasivas entre
ellos. Que tengan en su corazón la tranquilidad que su modo de pensar
les da.
Pido a los señores De Malesherbes, Tronchet y De
Seze que reciban todo mi agradecimiento y las expresiones de mis
sentimientos por todas sus atenciones y por las preocupaciones que han
tenido por mí.
Termino declarando ante Dios, preparado para presentarme ante Él, que no me reprocho ninguno de los crímenes que se me imputan.
Hecho por duplicado en la Torre del Temple, el 25 de diciembre de 1792.
Firmado, Luis.
Traducción al castellano de Carlos Muñoz-Caravaca Ortega
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