(Escrito del pbro. Leonardo Castellani, realizado para el Congreso Mariano de 1946 -Argentina-).
La mujer se levantó sin ruido y se inclinó sobre el nidal de
sus hijos, de donde había surgido un gemido. Los cuatro dormían sobre un montón
de grama y en medio de animales. La mujer se arrodilló al lado y apoyó sobre
una roca su cabeza. No podía dormir.
En el borde superior de la caverna, se veía una estrella
extraordinariamente grande. Los pinos de los farallones susurraban suavemente,
como el ruido de un río lejano.
La noche era templada y clara. La mujer comenzó a llorar
hilo a hilo sin ningún sollozo, por nada, por un no sé qué, por la general
inquietud y angustia indeterminada que sienten las mujeres acerca de sus hijos
y forma parte del instinto materno.
Ahí estaba el mayor, llamado Poseí-un-hombre-por-Dios: encogido, los puños cerrados, la cabeza replegada
sobre el pecho, ensortijado y moreno, su inquietante tesoro.
El segundo, llamado Esto-es-mi-nuevo-paraíso,
estirado, rígido en su posición habitual, la boca levemente abierta, cara al
techo; los brazos derechos y envarados, inmóvil. La madre, que ya sabía lo que
era la muerte, se sobrecogió al verlo y lo tocó levemente; el niño se movió y
gimió.
Las mellizas dormían al lado, descuajaringadas en posiciones
inverosímiles, los graciosos y rechonchos miembros como desparramados, las
cabecitas amorosas juntas, a la vez iguales y diferentes, La mujer sintió
invadirla de nuevo la tierna y absoluta maravilla ante esa cosa nueva y
milagrosa, el niño. Tú-también-serás-madre
y Mujer-y-hermana dormían
profundamente al lado de los varones.
Miró más allá y vio a su hombre, Tierra-Roja, medio envuelto en el pedazo de piel fulva manchada de
sangre, tal como había llegado rendido por la caza; y por primera vez en su
vida le pareció ver una especie de bestia, un animal de presa; sofocó
inmediatamente un primer movimiento levísimo de repugnancia. Recordó el golpe
con que el padre al llegar había arrojado por tierra al caprichoso hijo mayor,
el golpe que a ella le pareció tremendo. El golpe fue moderado y merecido,
porque le estaba pegando al otro; pero ella lo recibió en pleno corazón, y ahí
no fue moderado.
Sin dejar de llorar pronunció de nuevo sus nombres, las
palabras inventadas por ella, los cuatro disílabos extraños que en el primer
idioma tienen preñez y fuerza de frase: Kain’m,
Abheil, Ajdah, Leizrha. Eso, que estaba ahí amontonado era lo único
absolutamente que le quedaba en el mundo, esos cuatro seres vivos que
rompiéndola por el centro le habían enseñado el Miedo y el Dolor, la cara
interior de la Muerte.
De golpe la primera mujer fue visitada por la majestad de la
tristeza, una tristeza más inmensa que el día de la condena, una tristeza de
sudar sangre, mezcla de todas las pasiones: una cólera sorda contra Dios, que
iba a hacer sufrir y morir a sus hijitos por una culpa de ella; una angustiosa
ansiedad de todo lo que irían a pasar en esta vida, un horror en la médula de
los huesos, como un cuchillo en un nervio, de que ellos podían también pecar y
perderse.
Eva sintió que su corazón desfallecía. Conoció que su deseo
rencoroso de vengarse de Dios, de que Él también sufriera y muriera, que fuera
un niño impotente sujeto a una mujer, era culpable.
Invocó a Dios contra su corazón malvado, contra esas
impulsiones malas que nacían ahora en él y eran en su cabeza como una corona de
espinas.
Se sintió pesada, fatigadísima sobre la tierra, impotente a
todo. Miró a sus hijos, y miró a los hijos de sus hijos, y más allá a
innumerables hijos nacideros de los hijos de sus hijos, y de todos se sintió
ser la madre. Sintió el dolor de todas las madres: que toda mujer que había de
concebir y dar a luz era ella misma, que por eso se llamaba ahora Euah, sucio Manantial-Viviente, la primera y la última de todas las madres.
Y de su inmenso arrepentimiento nació un amor colosal hacia
todos sus hijos, una especie de viento arrollador y solemne que iba a buscarlos
hasta el fin de los siglos y trataba desesperadamente de acariciarlos, de
cubrirlos y de protegerlos. Pero sintió que no podía nada; y el viento
arrollador la empujó hacia atrás, la arrojó sin que ella pudiera impedirlo a
los días pasados, a los tiempos sin horas de la amistad con Dios, al Paraíso.
Por primera vez después de siglos, pensó en el Paraíso.
Nunca pensaba en el Paraíso, cuya imagen indeleble había de emponzoñar de
nostalgia eternamente la sangre de sus hijos: el recuerdo de su pérdida le
producía náuseas de muerte. Pero ahora se vio de golpe sobre el césped blando,
debajo de los terebintos, a la orilla de los ríos grandes como el mar, gozando
del dominio danzante de su cuerpo intacto, libando la miel primera de todas las
cosas, tomando posesión deslumbrada de la natura nueva y sumisa, los pies
desnudos sobre el terrible terciopelo dorado de los enormes felinos dominados
por la luz de los ojos del ser inteligente, sentada como en un trono sobre las
rodillas de su hombre.
Recordó sus largos coloquios con Adán inocente, sus juegos
de doncella arisca, de hermanita salvaje, el diálogo primigenio y eterno en el
cual se inventaron todas las lenguas, a partir de los primeros gestos totales,
cuando comprendieron el valor inteligente de los sonidos y empezaron a jugar
con ellos como dos niños gozosos.
Pero su recuerdo más lancinante era el de sus coloquios con
Dios: el éxtasis del atardecer, la oceánica invasión del dueño invisible, la
pérdida del yo y la fusión perfecta con la causa infinita de todo, esa
pasividad vibrante surcada como por relámpagos de deliciosas palabras en
silencio, que venía cuando quería y se iba cuando quería, como la brisa de la
tarde, dejándola después por un rato con la sensación de que nada existía y que
la creación era una sombra vana.
Justamente por allí empezó la tentación, por querer tener la
disposición del éxtasis, “seréis como dioses”. Eva se estremeció de horror y
desdicha. Había codiciado lo que es estrictamente divino, quiso ser dueña del
embeleso total, tenerlo cuando quisiera y sobre todo darlo, sí, ser capaz de
comunicar cuando quisiera el éxtasis boca a boca a otra criatura que por lo
tanto tuviera que adorarla; como la adorara allí mismo embriagadoramente
aquella nueva criatura fulgurante que ostentaba vagamente las vivísimas formas
del ofidio.
Eva se postró en el suelo, en un total reconocimiento de su
error, en una conciencia traspasadora de su infatuación y su ignorancia. Ya era
tarde. Pero ella sabía que la justa e irrevocable sentencia estaba unida a una
misteriosa misericordia, cuyo signo eran esos mismos hijos que se le dieran en
lugar del Paraíso, uno de los cuales aplastaría un día a la poderosísima
serpiente.
Miró de nuevo su doloroso paraíso. De la boca de Abel surgió
de nuevo el gemido, sordo, articulado en las sílabas ma-ma, el fonema
misterioso que la penetraba, la palabra que ella nunca había dicho a nadie. Un
inmenso anhelo de decirlo a alguien surgió de su soledad infinita.
Sintió el deseo absurdo de decírselo al Dios lejano y
perdido, pero decírselo en medio del éxtasis antiguo en que su boca lo tocaba;
decirlo y que Él lo tragara; el deseo de ser hija chiquita de alguien, de
esconder como Abel en un regazo su pequeñez y su desolación infinita, de
resignar por un momento la carga insoportable de ser madre de todos los
vivientes, responsable única de toda la vida.
Todos aquellos que habían de ser sus hijos, serían hijos
bastardos de Dios al mismo tiempo, hijos de mala madre, inficionados de más en
más por la tara de su cuerpo maculado.
Tuvo un deseo inmenso de ser madre otra vez, pero madre de
un ser absolutamente puro, más intacto que ella en su perdida virginidad
paradisíaca; el deseo disparatado de ser madre de Dios mismo, o por obra de
Dios.
Y sintió con horror que ese deseo imposible y casi sacrílego
era más fuerte que ella, y que la arrastraba vertiginosamente hacia la
pasividad de otrora, hacia el estado antiguo, en que se bañaba, en el seno de
la Deidad, como en un mar aniquilante de delicias.
Sintió que su cuerpo se levantaba en el aire; o por mejor
decir, no sintió mas su cuerpo, como si estuviese por encima del mundo entero y
al lado de aquella solitaria estrella, el lucero de la tarde, Venus. ¡Tembló!
Entonces, en su exceso quiso, temblando, decir a Dios las
dos sílabas ma-ma.
Gimió su alma, mareada como quien se siente trastabillar en
un abismo.
Pero, en vez de decirle a Dios las no acostumbradas sílabas,
con un gran temblor de su cuerpo y sin saber lo que decía, ¡lo llamó Hijo!
Referencias
Tomado de la obra de Leonardo Castellani, Cristo ¿vuelve o no vuelve? , Buenos
Aires, publ. Ediciones Vórtice, 2004, pp. 168-171.
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